Creó un aura de leyenda a su alrededor. Algunos de sus discos se han convertido en objeto de culto. Un documental sigue las huellas de Silvio, el extravagante mito del rock.
Con independencia de su roll, Silvio fue rock. Nunca tuvo que anunciar su regreso porque siempre estuvo en su sitio; donde tenía que estar, en la barra y en el escenario. Jamás se rehabilitó ni depuró su sangre. Ninguna promoción del quiosco reeditará sus canciones. Silvio fue un rockero, sí. Sólo atendió a un compromiso: vivir hasta la muerte.
“Yo lo que fui es un niño prodigio redoblando los tambores de la Semana Santa”, dijo en alguna ocasión. Silvio Fernández Melgarejo, nacido en La Roda de Andalucía (Sevilla) en 1945, aterrizó en el rock a ritmo de marcha procesional. Del tambor mariano al swing de la batería en los X-5, génesis de Los Cinco Mercury. Su primera banda. Un conjunto sevillano de corte beatle donde prendió la llama del mito. A base de memorables solos en directo como el que una tarde siguió ejecutando, según narra la leyenda, después de derrumbarse el escenario por culpa de la invasión de un nutrido grupo de fans.
De aquel jaleo y de todo el que se armó en los años sucesivos tuvieron la culpa las bases. Las americanas, claro. A través de Rota (Cádiz) y Morón de la Frontera (Sevilla) se colaron los primeros singles de Ray Charles, los Platters y Elvis. El estraperlo empezó a poner al alcance de los sureños vinilos de los Beatles y los Rolling mucho antes que en el resto de la España franquista. Cuando escucharon a Jimi Hendrix, Frank Zappa y todo el rock sinfónico y progresivo de los sesenta y setenta, las bandas locales decidieron imitar ese sonido, pero incorporando su propio sello. La cosa acabó llamándose rock andaluz.
“Por las bases no sólo se coló la música; se colaron los ácidos”, recuerda Ricardo Pachón, legendario impulsor de otra vertiente musical andaluza, el rock flamenco, y productor del primer álbum de Silvio en solitario. “Sevilla era una ciudad tremendamente conservadora, pero sus jóvenes estaban dispuestos a experimentar con todo lo nuevo. Se fumaba la yerba que venía de Marruecos y las niñas se iban de casa con quince años. Había mucho talento suelto por la calle y mucho activismo político contra el dictador. Sevilla se convirtió por aquellos años en una gran colonia hippy”.
Un ambientazo más que propicio para el nacimiento de bandas como Smash, pionera del rock andaluz y en la que nuestro hombre se enroló como percusionista y showman. Pero Silvio ya estaba entonces dispuesto a alimentar su propia leyenda. Y empezó abandonando a los Smash para contraer matrimonio con una jovencita británica de familia adinerada y aristócrata llamada Carolyn Williams. Con ella se trasladó a vivir a Marbella. A lo grande. En una mansión subvencionada por su suegro, quien también financió una suculenta pensión mensual que Silvio recogía personalmente en el banco y de la que se encargaba de dar buena cuenta, también personalmente, en los bares de la zona.
Fueron los años de vino y rosas. En realidad, de más vino que rosas, hijo incluido. Sam nació en Marbella. Aunque no pasó mucho tiempo hasta que Carolyn se cansó del tren de vida alcoholista –como a Silvio le gustaba autodenominarse– de su marido. Ella se marchó a Londres con el niño. Y la reacción de Silvio fue vender la residencia marbellí para desencadenar con la plusvalía una serie de acontecimientos que le llevaron a Amsterdam e incluyeron una expulsión del Reino Unido, donde supuestamente aterrizó con la intención de ver en directo a los Rolling y de paso visitar a su hijo. No llegó a salir del aeropuerto. Las autoridades británicas le negaron la entrada y Silvio acabó de nuevo en Sevilla rondando la treintena, sin saber todavía que su carrera musical estaba a punto de explotar.
“De todas sus leyendas urbanas, la que siempre me pareció más extravagante fue la de su matrimonio y paternidad con una millonaria británica. Me sorprendió comprobar que era cierto. Carolyn vivía con su hijo en Australia cuando se enteró de la muerte de Silvio, en octubre de 2001, y los dos viajaron a Sevilla en el invierno de 2004 para que Sam conociera la historia de su padre. Quedaron con Eva, la madre de Silvio y abuela de Sam, de quien Carolyn conservaba el número de teléfono de su piso en el barrio de Los Remedios”. Paco Bech estaba allí para inmortalizar con una cámara de vídeo el reencuentro en la cabellería de Don Curro, cuyo bar anexo conservaba la memoria del fallecido entre cientos de fotografías, chupas de cuero, corbatas e instrumentos. Los viejos ro¬cke¬ros de la ciudad también acudieron al santuario para presentar sus respetos ante el hijo del mito. Para entonces, Paco Bech ya llevaba un año recopilando material audiovisual para realizar un cortometraje sobre Silvio. “Pero la llegada a Sevilla de su mujer y su hijo desde Australia terminó de animarme a convertirlo en un largometraje sobre su inclasificable figura”.
Así fue como Bech, sevillano de 30 años sin experiencia cinematográfica previa, se las apañó para conseguir 150.000 euros y recopilar 90 minutos de imágenes –muchas de ellas, inéditas– y medio centenar de entrevistas para sacar a la luz la foto fija de tan disgregado personaje.
Un documental que recorre las andanzas de Silvio en boca de quienes lo conocieron; gentes tan dispares que van desde Luz Casal o el fotógrafo Alberto García-Alix hasta el arzobispo de Sevilla. Para su ópera prima, Paco Bech ha contado con la ayuda en la producción de Álvaro Begines, director del filme Por qué se frotan las patitas, y Pive Amador, el hombre que encontró a Silvio en los locales de en¬¬sayo sevillanos tras regresar de Londres y le invitó a cambiar las baquetas por el micrófono. Una proposición indecente que culminó con el primer disco de Silvio y Luzbel, Al Este del Edén, grabado en Madrid en 1980. Sus copias en vinilo están hoy consideradas como cotizadas piezas de coleccionista.
Como recuerda Alfredo Valenzuela en su biografía sobre Silvio, Vengo buscando pelea (edición revisada junto a notas de Pive Amador, publicada por la Fundación José Manuel Lara), su carisma en el escenario terminó de consolidarse durante la gira de conciertos promocionales del referéndum por la autonomía andaluza, en la que el rockero interpretó las canciones de Al Este del Edén.
Entre sus compañeros de cartel de aquel periplo se encontraban los no menos míticos Camarón de la Isla, Pata Negra y Rockberto Tabletom, junto a quienes rubricó la conocida como “gira histórica”. Silvio surfeaba la cresta cuando Gonzalo García Pelayo, otro legendario productor sevillano afincado en Madrid, quiso llevarlo a rebufo de la movida grabando su segundo disco, Barra libre, donde Silvio puso en marcha con La ragazza del elevatore su particular Operación Mandolina; en palabras de Pive Amador, canciones hechas al itálico modo. Siempre ejecutadas con el ingenio surrealista que sólo los hombres de mundo saben desplegar.
Pero Silvio no fue feliz en Madrid. Dicen que nunca encontró allí su sitio, aunque amasó una fiel legión de seguidores tan underground como él. Una vez más, tras múltiples avatares, Silvio volvió a Sevilla. “A su éxito confortable”, como evocan las voces del documental de Paco Bech. A sus barras de siempre y a las grabaciones con Sacramento, la banda que Pive Amador reunió para mayor gloria de Silvio en su madurez. Juntos alumbraron Fantasía occidental y En misa y repicando, álbumes que precedieron al último de su carrera, ya con Los Diplomáticos: A color, to África from Manchester. La cantinela de los músicos que trabajaron a su lado fue siempre la misma: “Si El Silvio fuera un tío normal, habríamos sido todos millonarios”.
Murió con 56 años. Como Charlie Parker, dejó el cadáver de un señor mucho mayor. A su entierro en el cementerio de San Fernando acudió la Sevilla menos convencional. Los cronopios fueron a despedir a un enorme cronopio. También acudieron los que suelen aprovechar la procesión para hacerse notar, pero no tuvieron nada que hacer. Quienes ansiaban protagonismo entre plañideras encontraron el silencio. Cuando el féretro se aproximó a la fosa, sólo se escuchó: “¡Viva El Silvio!”. A lo que los cronopios respondieron: “¡Viva!”. Y ahí acabó todo. El ho¬¬menaje más breve que cabía imaginar para una vida colmada de excesos. Una existencia de resaca permanente ahogada en coñá barato, que supo sin embargo encontrar el significado de la lucidez. Así lo atestiguan muchas de sus frases predilectas, como “La música es el silencio bien cortado” o “Estar descon¬tento con este mundo es no haber entendido nada”.
Más allá del personaje que algunos quisieron explotar obviando su música, la verdadera genialidad de Silvio brilló siempre en el escenario. En compañía de sus fieles bandas, que nunca le permitieron un solo resbalón. Extraño espíritu indómito, cofrade hasta las trancas y rockero hasta la muerte. Nunca renunció a la corbata. Probablemente fue un rebelde. Como dice Rockberto Tabletom, “Silvio hacía lo que le daba la gana. Y eso, hoy en día, sigue siendo lo primero”.
Fuente: elpais.com
Gracias Fran, eres único.
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