Yo no quiero que este concierto acabe. Yo no quiero dejar de emocionarme. Ese era el sentimiento del pabellón Príncipe Felipe de Zaragoza, lleno hasta la bandera, por el que dos viejos pájaros, sabios y poetas, habían sobrevolado durante dos horas y media, demostrando a todos que no están muertos, que tienen cuerda y parranda para rato.
¿Qué cuántos años tienen? La misma que muchos de los espectadores pero los pantalones de cuero de Sabina no le dan más de treinta y, cuando Serrat entonaba los viejos cantares machadianos, parecía seguir en la veintena.
¿Que la voz no es la de entonces? Qué importa. Si no les dejamos cantar, si lo hacemos los demás. Nueve mil voces coreando sus canciones enmudecen al más templado y curtido de los autores y, para poder elevarse por encima de ellas, precisaron cambiarnos el paso, tu nombre me sabe a yerba a ritmo de mariachi y esas otras pequeñas cosas de aires flamencos, lo consiguieron.
No pudo ser con Mediterráneo, Serrat, rendido, ofreció su micrófono al público y el pabellón estalló. Un recital de música, poesía, ritmo, humor, amistad, camaradería, ... La prueba estaba al fondo de la pista, junto a la barra, allá donde siempre parece imposible apagar el murmullo, hubo momentos para la historia de los recitales, pandillas de tíos hechos y derechos que no sólo no seguían el concierto como ruido de fondo, con el vaso de cerveza en la mano y conversando con el colega de turno, si no que estaban emocionados, sin apartar la vista de las pantallas y cantando aquello de Yo no quiero que...
¿Qué cuántos años tienen? La misma que muchos de los espectadores pero los pantalones de cuero de Sabina no le dan más de treinta y, cuando Serrat entonaba los viejos cantares machadianos, parecía seguir en la veintena.
¿Que la voz no es la de entonces? Qué importa. Si no les dejamos cantar, si lo hacemos los demás. Nueve mil voces coreando sus canciones enmudecen al más templado y curtido de los autores y, para poder elevarse por encima de ellas, precisaron cambiarnos el paso, tu nombre me sabe a yerba a ritmo de mariachi y esas otras pequeñas cosas de aires flamencos, lo consiguieron.
No pudo ser con Mediterráneo, Serrat, rendido, ofreció su micrófono al público y el pabellón estalló. Un recital de música, poesía, ritmo, humor, amistad, camaradería, ... La prueba estaba al fondo de la pista, junto a la barra, allá donde siempre parece imposible apagar el murmullo, hubo momentos para la historia de los recitales, pandillas de tíos hechos y derechos que no sólo no seguían el concierto como ruido de fondo, con el vaso de cerveza en la mano y conversando con el colega de turno, si no que estaban emocionados, sin apartar la vista de las pantallas y cantando aquello de Yo no quiero que...
No hay comentarios:
Publicar un comentario